Mi amiga, mi tesoro

En nuestro día a día nos relacionamos con
gente de distintos sexos, edades y formas de pensar, y entre ellos se encuentra
la persona a la que recurrimos cuando algo se tuerce en nuestras vidas. Puesto
que casi siempre existe es “algo” por el que preocuparse y que el cerebro
humano es un órgano social, compartimos a menudo nuestras pequeñas desgracias
con el prójimo, léase en el entorno familiar, laboral o vecinal.
Sin embargo, cuando ocurre algo grave y
necesitamos con urgencia comprensión y apoyo incondicional llamamos a las
amigas, a esa o esas (pocas) personas en las que una mujer encuentra siempre
consuelo porque estas sí que son de su misma sangre.
El “corporativismo”
femenino se ha forjado con los siglos. Sus raíces se encuentran en las
discriminaciones sufridas a lo largo de la Historia, que plantearon la
necesidad de cuidarse unas a otras para sobrevivir en un mundo que las
ninguneaba. Ahora, cuando muchas hemos alcanzado el estatus de individuos
libres, tenemos la suerte de recoger los frutos de esas miserias.
Si le contamos nuestras penas a un amigo,
seguro que también nos va a ayudar. Pero no es lo mismo. Una amiga nos permite
palabras más sinceras y directas, no se amilana si lloramos a moco tendido ni se
ofende cuando despotricamos de todo el sexo masculino (principal causa de
nuestras desgracias).
Por ello pido desde aquí un buen propósito
para esta “rentrée” otoñal, propósito basado en la opinión de una amiga, que se
lamentaba así: “Nunca nos decimos que nos queremos. Es una pena”.
¡Hazlo! Dile que la quieres. No sabes lo
bien que sienta a ambas.
(foto libre de Dreamstime)
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Breve y conciso. Gracias.