Ser el enfermo: la otra cara

La situación de enfermedad, aunque banal,
arrastra un séquito antipático de tristeza, mal humor, desgana y autocompasión.
Nosotros, que no paramos quietos un segundo, que llevamos una vida de lo más interesante,
que caminamos pisando fuerte, nosotros cuya cabeza bulle de ideas y proyectos
importantísimos, de repente hemos topado contra un muro que ahora mismo es
infranqueable. ¿Cómo es eso posible?
Pasado el primer desconcierto, normal en una
sociedad imbuida de su importancia, se impone una reflexión. Ha llovido mucho
desde que tener salud y no estar enfermos eran una misma cosa. El 7 de abril de
1948 la OMS definió la salud como “un
estado de completo bienestar físico, mental y social”, lo cual induce a pensar
que hay muchas menos personas sanas en el mundo de lo que parecería a simple
vista. La sociedad occidental redefinió ese concepto al igual que hizo con
otros tan valorados como el de felicidad, que también depende hoy de la
relación del sujeto con su entorno, entre otros muchos factores. La importancia
que en ambos casos adquiere el entorno se explica porque el cerebro humano es
un órgano social, lo cual significa que el cerebro no está hecho para
desarrollarse adecuadamente en soledad; precisa del otro, de los demás, de
establecer relaciones de empatía con otros humanos (ampliable a seres vivos).
Volviendo a nuestra enfermedad banal, ya es
bastante desagradable sufrirla como ciudadano corriente y moliente, si uno es
médico se le añade una molestia más: la de estar por una vez al otro lado, un
lado inusual y extraño en el que se siente a merced del compañero y, por ello, empequeñecido
e inútil.
Lejos de mí la intención de alabar estas
pequeñas enfermedades que nos incapacitan temporalmente. Sin embargo, y con la
sana idea de sacarle provecho a un escenario tedioso, creo que la ocasión es
excelente para que se nos bajen un poco los humos.
Y usted, ¿se ha sentido así alguna vez?
¡Cuéntemelo!
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Breve y conciso. Gracias.